La ostra azul
El secreto de una buena vejez no es otra cosa que
un pacto honrado con la soledad.
Gabriel García Márquez
Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien usada causa una dulce muerte.
Leonardo Da Vinci
-Abrí las piernas, pues, marica. -Le decía mientras se iba poniendo sobre él, ya desnudos los dos, y le sujetaba los talones levantándole las piernas.
-No, no, no lo hagamos así.
-Ponéte de espaldas entonces.
-No, está bien, pero es que así sin nada, como que mejor no.
-Que no va a pasar nada, no te va a doler. -Dijo, y comenzó a besarlo por el cuello, las mejillas, en la boca. Le mordía con rudeza los labios, mientras se movía hacia atrás y adelante, de manera espasmódica.
-¡Que no! -Dijo el otro, y le agarró con la mano la verga desnuda, interrumpiendo el amago de penetración de Carlos. Así no me siento cómodo, me gustas mucho, pero al menos...
-¡Al menos nada! Carlos se levantó bruscamente de la cama, y comenzó a ponerse el pantalón.
- No te molestes. Ven hagamos otras cosas. No te vayas todavía.
Carlos no dijo nada, siguió vistiéndose, y, al cabo de un corto silencio le dijo a Ricardo:
-Me molesta que dudés de mí, estoy bien, tú estás bien.
Acababan de conocerse esa noche en La Ostra Azul. Carlos lo había mirado fijamente desde una de las mesas, mientras Ricardo, desde la barra, respondía brevemente a sus miradas, pero de inmediato se volteaba y clavaba la vista en su cerveza. Tum-tum, tum-tum, tum-tum, cada vez más acelerado, el corazón le daba anuncios de alerta: “O te acercas a él, o exploto -le decía”. “Pero, qué corazón tan marica” -pensaba Ricardo. “No, no puedo ser tan perra. Si él se acerca sí, si no, no.”
Carlos había tenido un día que él clasificaba como “normal”. En la mañana, su madre le había recordado por qué no debía haber nacido, el noviecito con el que estaba saliendo desde que había llegado a Venezuela hacía unas semanas, lo había dejado. Unos tipos en una buseta lo habían tildado de marico por sus pantalones apretados, y su peinado, y él les había respondido mostrándoles el dedo del medio, los tipos sigueron en sus improperios, él por su parte les repondió y se bajó molesto para tomar otro transporte. “¡Jódanse todos, triplehijueputas!” Les gritó desde afuera. “Malditos, malditos, malditos”-repetía para sus adentros como un mantra. Lo único bueno que le había pasado antes de entrar al bar era que al final de la tarde se había encontrado con unos amigos de Medellín, “una parranda de viejos maricas” -como él los tildaba-, y lo habían invitando a un Sauna. Una, otra, otra, así iba tragándose las cervezas que le regalaban sus amigos. Recostado en un sillón. De pronto, al desviar la mirada del televisor del lugar, sentado con las piernas abiertas, estaba un muchacho morenito, de ojos claros. “Uy Dios mío, y esta belleza de dónde salió.” Sin pensarlo, se levantó se empinó el último trago, se ajustó la toalla blanca que tenía en la cintura, fijó la mirada en el muchacho y caminó rumbo al cuarto de vapor, no sin antes hacerle un ademán de invitación al otro. Como por inercia el deconocido se levantó y lo siguió, adentro entre las sombras, entre el aire pesado, el sudor, la humedad y el olor a eucalipto, se encontraron.
Ricardo había salido del trabajo, y rumbo al metro, pensó: “Ah, qué coño, me merezco unas birritas. He trabajado burda. Sí, claro unas birritas. ¡Zorra! Que no soy zorra, coño. Lo que voy es tomarme unas cervezas y ya, eso es todo, eso es todo.”
“Mierda, qué estoy haciendo, -dijo para sus adentros- pero es que ese chamo está burda de lindo. Como a mí me gustan doraditos. Pero no, no. No lo mires, no lo mires, coño, ahí está otra vez, y te está mirando mucho.” Cansado de la tensión se levantó de la silla y apagó el cigarro, se decidió a hablarle, solamente a hablarle. Pero Carlos ya estaba detrás de él, le pidió un cigarrillo, y a Ricardo casi se le cae de la mano al dárselo.
-¿Cómo te llamas?
-Ricardo ¿Y tú?
-Carlos ¿Tenés sitio?
-¿De dónde eres?
-¿Tenés sitio o no?
-Ehm... sí. Es por aquí cerca. ¿De dónde eres?
-Colombia.
-Me gustan mucho los colombianos.
A Ricardo se le puso dura. Y se fueron a su casa.
-Me molesta que dudés de mí, estoy bien, tú estás bien. - Fue todo lo que dijo, y ante el silencio de Ricardo se fue molesto y encarpado. “Pobre marica” -dijo antes de dar un portazo.
-Qué mierda, qué marica soy, él tiene razón. Ahora a hacerme la paja como un pendejo. Maldito, por qué se fue. -Y se quedó llorando acurrucado en la cama.
Carlos dirigió sus pasos al mismo antro donde se habían conocido, mientras caminaba y fumaba, dejaba que su mente cavilara libremente: “Por qué no me quedé, el man se veía bien. Tiene casa. Ah, marica, yo sí soy bien loca, sí, me voy a vivir con él, nos compramos un perrito, y adoptamos un hijo, ja ja ja ja.” Notó que había alguien tras él, al voltearse reconoció las figuras de la mañana, las de la buseta. “Ahora sí nos arreglamos.” -Pensó Carlos. Los pasos se aceleraban, y él oyó las risas de los tres hombres cada vez más cerca.
-¡Ey! Dijo uno.
Carlos se volteó a la defensiva, y lo último que sintió fue que algo le reventaba en la sien.
Autor: José Zambrano / 2009